Escritos.

Penumbras 


la noche había abandonado ya esa ventana entre abierta, la brisa de la mañana funcionaba como despertador de aquel hombre que veía a su mujer aún dormida, tal vez soñando, con otra vida, con otras rutinas, calles y besos de otra época, de otro tiempo, él se levantaba a prepararse un café más, sabrá Dios cuantos, el olor tostado despertaba de poco en poco a la mujer, con los ojos ya abiertos se quedaba algunos minutos, entre dos y tres, se levantaba caminando hasta el hombre tomaba una taza y esperaba que él le sirviera, al mismo tiempo le daba un beso en la frente y salía al jardín a sentarse en esa vieja banca de metal, en donde ella se quedaba acompañada de sus pensamientos, sus despertares y su café, él salía al jardín al despedirse con un ligero beso en la boca y apretaba su hombro, deséame un buen día mujer, te amo, decía cada mañana antes de tomar camino al trabajo, en esa distancia que se iba produciendo mientras él se iba aparecían las libertades de ser ellos mismos, ella abría una libreta y simplemente dejaba que las palabras fluyeran, sin ton ni son, solo al inicio de la hoja escribía, “HOY SOY” todo lo demás era pura incertidumbre, esa libreta era tan íntima que ni su hombre la conocía, solo ella, era de ella y nada más, el después del trabajo entraba a una vieja cafetería donde hablaba durante una hora con el camarero, un café muy solo, él simplemente hablaba, el camarero preguntaba, qué tal hoy ? Qué tal tu mujer ? Y él simplemente hablaba, sin parar, todas estas palabras no las escuchaba nunca ella, era un momento solo de él, de nadie más, ella después de su día de trabajo regresaba a las siete de la tarde siempre, él siete y media, siempre, hacían la cena juntos, cocinaban tres platillos usualmente, hablaban, de la rutina, de lo que hicieron, de lo que pasó en el trabajo, el día a día, se fueron a la cama a las nueve en punto, hacían el amor, eran ellos y solo ellos, el abría levemente la ventana, y dormían, y solo dormían.


Enrique Servín